Gracias a los progresos de la medicina, la vida se ha prolongado: ¡pero la sociedad no se ha “prolongado” a la vida! – dice el Papa Francisco en una de sus homilías. El número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado suficientemente para hacerles lugar a ellos, con justo respeto y concreta consideración por su fragilidad y su dignidad.  Los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.

“La calidad de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común”- dijo Benedicto XVI visitando una casa para ancianos.  Es verdad, la atención a los ancianos hace la diferencia de una civilización. ¿Hay lugar para el anciano en determinada civilización? Pues ésta seguirá adelante y con ella la calidad de vida de sus habitantes porque sabe respetar los derechos humanos, y uno de ellos es el respetar y promover mejores condiciones de vida para los ancianos. En muchas sociedades, los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material, sino en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones. Cuando no hay amor, con qué facilidad se adormece la conciencia.

En la tradición de la iglesia, hay un bagaje de sabiduría que siempre ha sostenido una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Debemos despertar como sociedad el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de acogida, que haga sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres de quienes hemos recibido mucho. Nos han precedido en nuestras mismas calles, en nuestra misma casa, en nuestra batalla cotidiana por una vida digna. El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos modos. Y si nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, ¡así nos tratarán a nosotros! Donde no hay honor para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.